RELATO AUTOBIOGRAFICO:LA ULTIMA TARDE

 

Muchas veces caminaba por las calles del centro de la ciudad de Arequipa, en medio de gente que parecía apresurada por las horas e indiferente por los días de crisis que se vivía en el segundo semestre del año de 1985, durante el gobierno del repudiado (por todo peruano honesto y pensante) Presidente Alan García Pérez. Esas calles que parecían senderos cortos y eran una más bella que la otra, guardaban un silencio en la quietud de la noche y eran tránsito ajeno en la vivacidad del día arequipeño. Esas calles, donde mis pasos dieron muchos acentos y fueron testigos de mis otoños y pasivos inviernos, eran las arterias de la Ciudad Blanca por su presencia estoica, por sus externos en sillar, por su historia sabia y andina. Las calles que respiran del campo y pasajes que conducen a la Plaza de Armas, donde las palomas son dueñas indiscutibles del lugar y sus nidos son la atención de todo visitante; alborotan la plaza todas las mañanas y nos hacen presos de sus vuelos en bandadas alrededor de un panorama que es celoso de la plenitud.  Los portales elogian la arquitectura europea, parecen los arcos de la paz, se postran bajo los pequeños miradores, que están bajo el cielo, son cuatro filas de portales en cuadrado que afirman la belleza de esta plaza, custodiando la pileta y su tuturutu, todo ello bajo el cielo único de mi ciudad. Fueron esas calles, las que yo recorrí muchas veces y muchas tardes, mientras cursaba el quinto de primaria en el colegio San José de Arequipa.

Aquel colegio, aún se ubica en la avenida Alfonso Ugarte, camino a Tingo; un reconocido lugar muy concurrido los fines de semana, admirado por su lago, la venta de los deliciosos buñuelos, picantes, anticuchos y demás potajes. Con diversión para todo turista y arequipeño identificado con su tierra y gratas costumbres. Mi colegio de antaño, donde cursé mis once fértiles años de estudios, tenía un local primario y otro secundario, uno frente al otro, divididos por la misma avenida. De la primaria tengo la imagen viva y los recuerdos a flor del ayer. La entrada chocaba con una casa de retiro espiritual jesuita  llamada Manresa, unos pasos más estaba  el portón de la entrada, al lado se encontraba la secretaría, la sala de profesores y un par de pasillos poco transitados durante las horas de clases. El portón conducía a la cancha de fútbol, que a la vez era el patio de formación matutina los lunes. En esa cancha, yo viví la alegría de mi niñez, me di tantos porrazos como recreos tuve, mis partidos de fútbol eran diarios y a todo dar (confieso explícitamente que no me gustaba perder), jugaba con Miguelito, quien era el jardinero de la primaria y amigo de todo nuevo niño en el colegio. A veces me cogía por los pasillos o la cancha de básquet y me llevaba cargado en sus hombros rumbo al aula (para risa de todos mis compañeros), con él compartí muchos momentos de mi paso por la primaria, quizás fue mi primer amigo en el colegio. Miguelito era muy bajo de estatura y algo grueso, andaba siempre con jeans, una camisa blanca, con un gorro azul y las tijeras propias de un jardinero, era esposo de la dueña del kiosko, a quien le compraba sánguches y golosinas diversas durante los recreos (aspecto de mi vida que aún practico). La primaria  tenía esa cancha de fútbol al medio y alrededor estaban las aulas en orden respectivo de grado. Yo cada año me movía “un metro más” en las filas de esas aulas hasta que llegué al quinto grado y me despedí de la primaria, no me acuerdo la fecha de ese día, lo único que tengo presente es que me senté en la ribera de una acequia, junto a la cancha de básquet en el límite del colegio primario, no había absolutamente nadie y ha había perdido el bus de regreso.

En ese espacio, metido en ese principio de tarde, recordé muchos momentos de esos cinco años. La profesora Felicitas me vino al recuerdo, me enseñó los tres primeros años y fue mi tutora. Morena ella, siempre fue subidita de peso, tenía un lunar muy notorio en su rostro, de boca pequeña y ojitos tiernos, tenía aspecto serio, pero ostentaba ese don de maestra auténtica que pocos la tienen. En sus clases hice gala de mis travesuras y participé de las ocurrencias que teníamos en grupo, siempre nos reñía y sus tonos de voz subían uno tras otro y nos asustaba un poco, pero luego volvía a la calma y nos sonreía. Mamá siempre me dijo que la profesora Felicitas me hizo más serio y menos travieso. Al pasar al cuarto grado, mi tutora fue la profesora Maruja- mucho más seria que la profesora Felicitas-, de aspecto temeroso y muy exigente. Nos prohibía recreos y a veces salíamos tarde, pero a pesar de todo, creo que tenía cualidades indiscutibles para la enseñanza del lenguaje; nos enseñaba verbos, pronombres y gerundios que hasta hoy los recuerdo. La rigidez de mis profesoras Felicitas y Maruja fueron suplidas por mi profesora de religión: la señorita Lupita (Guadalupe Chávez), me parecía un ángel y era el amor platónico de muchos compañeros de clase, su cara redondita, con sus chapas rosadas, sus ojos cafés enternecedores, su cabello zambito, de estatura alta y sonrisa cariñosa. Recuerdo que cuando besaba en recompensa por sus notas a algunos de mis compañeros, la mofa era general y la “víctima del beso” se ponía roja como un verdadero tomate.

Fueron muchos profesores los que tuve en la primaria; el profesor Roberto Alpaca, uno de los mejores y según mi concepto el más humilde. Sus clases de historia me encandilaban y me dejaban quieto, prestando atención. Pues, con su voz pausada y sus dibujos de mapas y regiones en la pizarra me hacían imaginar la realidad de los incas; sus vestigios, su cultura, su gente, sus ideas y sus anhelos. En las clases de historia del querido profesor Roberto Alpaca, aprendí a identificarme con el pasado de mi país y me despertó un gran interés por la historia peruana. La profesoras Felicitas, Maruja, Lupita y el profesor Alpaca fueron los mejores docentes que yo tuve estando en el nivel primario, tenían una gran vocación para enseñar a sus pupilos.

Cayendo la tarde, saqué de mi maletín de cuero un papel e hice un barquito y lo eché al riachuelo. Iba el barquito navegando mientras corrٕía a la par con él, corría y corría, y mientras el barquito me ganaba, yo jugaba en el “mundo”, me resbalaba por el “sube y baja”, me trepaba por el “pasamanos” y me daba unos cuantos volantines, ensuciándome el uniforme y el cabello. Se me perdieron algunas canicas y unos trompos, y ya llegando al final del riachuelo para recoger mi barquito, estaba sentado mi mejor amigo de la infancia: Bruno Castro (le decíamos conejo), quien tenía mi barquito en su mano.

Bruno, se parecía mucho a mí, era alegre y travieso, tenía tan fea letra como la mía, le gustaban en demasía los juegos, dibujaba durante las horas de clase, no era muy bueno para las matemáticas, pero sus cualidades para el arte eran muy notorias. Delgado, moreno, pelo entreverado, alto, de sonrisa amplia con un hoyuelo derecho. Teníamos la misma devoción a la Inmaculada Concepción, eso me inculcaron con delicadeza en mi colegio jesuita. Compartí con Bruno muchos momentos de mi infancia feliz, en mi casa o en la suya y en los recreos, nos divertíamos jugando al trompo, canicas, ludo, monopolio, fútbol, carreras de autos y tantos juegos que mi memoria, que suele ser frágil, ya no recuerda mucho. Con Bruno, yo conocí la amistad de un buen amigo y valoré la importancia de mi hermosa niñez.

Me entregó el barquito y me preguntó qué estaba haciendo en el colegio a esas horas. Yo le contesté que me quedé jugando y había perdido el bus de regreso, y le pregunté lo mismo y me respondió que su mamá aún no venía por él (nuestros carros eran iguales, los dos teníamos un Wolkswagen naranja, ya de cierto uso).

Los dos fuimos muy amigos y cercanos del Padre Manolo Cavana, quien vino desde muy lejos a evangelizar nuestras tierras. Nos permitía  entrar en su oficina y nos recibía con un fuerte abrazo. Nos regalaba estampas marianas. Me deleitaban sus homilías, debo decir, que los jesuitas tienen una preparación muy rigurosa, dado que estudian Filosofía y Teología, posteriormente hacen una experiencia sacerdotal. Su preparación es muy rigurosa.

Mientras la tarde caía recorrimos las clases de primero, segundo,….una por una, nos sentamos en las carpetas e imitamos a nuestros profesores, nos reímos de las chapas de nuestros compañeros de clase, volvimos a la cancha y nos desafiamos a un “duelo” de hombres, que consistía en correr el perímetro de la cancha hasta llegar al arco (de donde partimos). Dada la señal por Bruno, empezamos a correr, después de unos metros, yo iba ganando por unos cuantos pasos, poco después, Bruno me empató y ya casi llegando al arco trazado como meta, logró pasarme y ganar el “duelo”. Saltó de alegría muchas veces y después me abrazó y yo lo hice caer al pasto (confesé que no me gustaba perder), nos revolcamos durante unos minutos. Yo lo sujeté en el suelo y le hacía cosquillas y Bruno echó a reír como nunca antes yo lo había visto. Se rió tanto que cambió de color y me pedía que parara de hacerle cosquillas, después de sentirme satisfecho, lo dejé en paz. Se levantó, y mientras yo recogía mi maletín de cuero, me hizo tropezar y caí al suelo- su “venganza” fue igual- me hizo demasiadas cosquillas y también le pedí que parara de hacer aquello, después de un buen rato, me dejó por fin en paz.

Ya muy cansados y ensuciados, con las camisas salidas y los pantalones irreconocibles, nos abrazamos como dos grandes amigos y mientras nos íbamos así, alguien nos esperaba en el portón; era Miguelito, quien se disponía a cerrar la puerta de entrada. Nos preguntó qué hacíamos a esas horas en el colegio, le respondimos que esperábamos a la mamá de Bruno para que nos llevara a casa, Y estando ya la tarde en su dominio, nos sentamos en la vereda a conversar por última vez con Miguelito, quien nos dijo que no nos olvidáramos de él por más secundarios que fuéramos, su tristeza era palpable, pues ahora por tres meses el colegio estaría sin la alegría de los niños. Bruno y yo, le prometimos no olvidarlo nunca y venir a visitarlo, promesa que los dos cumplimos. Años más tarde, me enteré que Miguelito había fallecido a causa de un infarto. Tal noticia me trajo a la memoria los recuerdos de mi niñez con él en la primaria. Hasta el día de hoy le rezo.

Se oyó una bocina, era la mamá de Bruno y su hermana (que era igual a Bruno, solamente con el pelo largo). Nos despedimos del inolvidable Miguelito y nos subimos al carro. Terminando la tarde de ese día en diciembre nos despedimos del primario y la infancia, pero no lo hicimos con nuestros recuerdos. En el año 2005 le enseñé a la esposa de Bruno en el Instituto del Sur, del cual fui docente por deiciséis agradecidos años. El mundo es más pequeño de lo que creo realmente, nos volvimos a ver. Las personas van y vienen, los buenos amigos permanecen hasta el deseo de volverlos a ver en el otro mundo, donde Dios nos espera. Tengo que decir literariamente, que nunca fui tan feliz, en estos confusos años como en mi niñez. La casa y el colegio primario fueron testigos de ese ayer que no olvido sencillamente, pues los recuerdos de niño los he vivido en mi juventud. Yo sé que aquello ya pasó, pero a veces me gustaría volver a ese mundo, del cual yo nunca quise salir. Continúo caminando por esas calles del centro de mi ciudad y en la calle de los recuerdos.

 

Agosto, 2024

 

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